QUIJOTE DE LA MANCHA


DON QUIJOTE DE LA MANCHA


El Quijote ha sufrido, como cualquier obra clásica, todo tipo de interpretaciones y críticas. Miguel de Cervantes proporcionó en 1615, por boca de Sancho, el primer informe sobre la impresión de los lectores, entre los que «hay diferentes opiniones: unos dicen: 'loco, pero gracioso'; otros, 'valiente, pero desgraciado'; otros, 'cortés, pero impertinente'» (capítulo II de la segunda parte). Pareceres que ya contienen las dos tendencias interpretativas posteriores: la cómica y la seria. Sin embargo, la novela fue recibida en su tiempo como un libro de entretenimiento, como regocijante libro de burlas o como una divertidísima y fulminante parodia de los libros de caballerías. Intención que, al fin y al cabo, quiso mostrar el autor en su prólogo, si bien no se le ocultaba que había tocado en realidad un tema mucho más profundo que se salía de cualquier proporción.



Toda Europa leyó Don Quijote como una sátira. Los ingleses, desde 1612 en la traducción de Thomas Shelton. Los franceses, desde 1614 gracias a la versión de César Oudin, aunque en 1608 ya se había traducido el relato El curioso impertinente. Los italianos desde 1622, los alemanes desde 1648 y los holandeses desde 1657, en la primera edición ilustrada. La comicidad de las situaciones prevalecía sobre la sensatez de muchos parlamentos.


La interpretación dominante en el siglo xviii fue la didáctica: el libro era una sátira de diversos defectos de la sociedad y, sobre todo, pretendía corregir el gusto estragado por los libros de caballerías. Junto a estas opiniones, estaban las que veían en la obra un libro cómico de entretenimiento sin mayor trascendencia. La Ilustración se empeñó en realizar las primeras ediciones críticas de la obra, la más sobresaliente de las cuales no fue precisamente obra de españoles, sino de ingleses: la magnífica de John Bowle, que avergonzó a todos los españoles que presumían de cervantistas, los cuales ningunearon como pudieron esta cima de la ecdótica cervantina, por más que se aprovecharon de ella a manos llenas. El idealismo neoclásico hizo a muchos señalar numerosos defectos en la obra, en especial, atentados contra el buen gusto, como hizo Valentín de Foronda; pero también contra la ortodoxia del buen estilo. El neoclásico Diego Clemencín destacó de manera muy especial en esta faceta en el siglo xix.
Pronto empezaron a llegar las lecturas profundas, graves y esotéricas. Una de las más interesantes y aún poco estudiada es la que afirma, por ejemplo, que el Quijote es una parodia de la Autobiografía escrita por San Ignacio de Loyola, que circulaba manuscrita y que los jesuitas intentaron ocultar. Ese parecido no se le escapó, entre otros, a Miguel de Unamuno, quien no trató, sin embargo, de documentarlo. En 1675, el jesuita francés René Rapin consideró que Don Quijote encerraba una invectiva contra el poderoso duque de Lerma. El acometimiento contra los molinos y las ovejas por parte del protagonista sería, según esta lectura, una crítica a la medida del Duque de rebajar, añadiendo cobre, el valor de la moneda de plata y de oro, que desde entonces se conoció como moneda de molino y de vellón. Por extensión, sería una sátira de la nación española. Esta lectura que hace de Cervantes desde un antipatriota hasta un crítico del idealismo, del empeño militar o del mero entusiasmo, resurgirá a finales del siglo xviii en los juicios de Voltaire, D'Alembert, Horace Walpole y el intrépido Lord Byron. Para éste último, Don Quijote había asestado con una sonrisa un golpe mortal a la caballería en España. A esas alturas, por suerte, Henry Fielding, el padre de Tom Jones, ya había convertido a Don Quijote en un símbolo de la nobleza y en modelo admirable de ironía narrativa y censura de costumbres sociales. La mejor interpretación dieciochesca de Don Quijote la ofrece la narrativa inglesa de aquel siglo, que es, al mismo tiempo, el de la entronización de la obra como ejemplo de neoclasicismo estético, equilibrado y natural. Algo tuvo que ver el valenciano Gregorio Mayans y Siscar que en 1738 escribió, a manera de prólogo a la traducción inglesa de ese año, la primera gran biografía de Cervantes. Las ráfagas iniciales de lo que sería el huracán romántico anunciaron con toda claridad que se acercaba una transformación del gusto que iba a divorciar la realidad vulgar de los ideales y deseos. José Cadalso había escrito en sus Cartas marruecas en 1789 que en Don Quijote «el sentido literal es uno y el verdadero otro muy diferente».

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